Los salones interiores son un ejemplo de ese teatro imperial. Tronos elevados sobre dragones, rojos intensos, dorados brillantes, geometrías repetitivas en los suelos y símbolos que buscaban encarnar el orden cósmico. Todo estaba medido para provocar reverencia, tanto en los mandarines de la corte como en las delegaciones extranjeras que allí se recibían.
El contraste lo dan los patios, los estanques, los quioscos con techos amarillos y los bonsáis en macetas pintadas con dragones azules. Ese mundo más íntimo era donde la corte buscaba calma, entre rituales y burocracia, y donde el emperador podía refugiarse en un universo de símbolos de longevidad y armonía.
La visita a Huế, sin embargo, no se puede leer solo en clave de esplendor dinástico. Aquí la guerra también dejó cicatrices profundas. Durante la Ofensiva del Tet, en 1968, buena parte de los edificios quedaron dañados o arrasados. Lo que hoy se reconstruye o se restaura está a medio camino entre lo auténtico y lo recreado. Esa ambigüedad es inevitable: hay muros que muestran el desgaste de siglos, y otros que parecen recién salidos de un molde turístico.
Caminar bajo un cielo encapotado refuerza esa dualidad. El gris de las nubes recuerda que este lugar fue campo de batalla, mientras los destellos de sol sobre los tejados esmaltados devuelven el aire majestuoso de capital imperial. Esa mezcla —melancolía y esplendor— define Huế mejor que cualquier manual de historia.



