
La visita al mercado Bến Thành, en pleno distrito 1 de Ho Chi Minh, es una inmersión en el corazón cotidiano de la ciudad. El edificio, con su torre del reloj visible desde la avenida Lê Lợi, lleva más de un siglo en el mismo lugar: fue inaugurado en 1914 por la administración colonial francesa y, desde entonces, ha sobrevivido guerras, cambios de régimen y una modernización que arrasó casi todo lo demás.
Hoy, más que un mercado, parece un resumen comprimido de Vietnam. Bajo las vigas amarillas del techo original, el aire se mezcla con olor a pescado, a café recién molido y a incienso viejo. No hay orden, pero sí un equilibrio secreto: las secciones de té y café junto a las de frutos secos, las telas junto a la loza, los puestos de comida en el centro como un remolino que lo absorbe todo.
Nos sentamos en unos taburetes azules de plástico —de esos que parecen pensados para recordarte que no debes quedarte demasiado tiempo—. El ruido no deja pensar: cuchillos que golpean madera, ventiladores que giran sin mover el aire.
Las mujeres detrás de los mostradores son las verdaderas dueñas del mercado. Muchas han heredado su espacio; otras lo alquilan a precios imposibles. Regatean con la calma de quien sabe que el turista tiene más miedo a quedar mal que a pagar de más. En sus gestos se condensa un tipo de economía que resiste al algoritmo: todo ocurre frente a frente, sin intermediarios ni pantallas.
El café —ese símbolo ambiguo del país, nacido del legado colonial francés y convertido en una potencia exportadora global— domina los pasillos. Las latas brillantes con etiquetas de Weasel, Moka o Luwak se apilan hasta el techo. Pero lo que realmente atrae es la convivencia entre lo local y lo global: el paquete con diseño occidental, la balanza analógica, la venta a peso y a ojo.
En la zona de comidas el espacio se estrecha todavía más. Grupos de amigos, familias y turistas comparten mesa sin conocerse, sorben fideos o arroz partido con carne a la parrilla. La cocina aquí no es espectáculo, sino supervivencia y memoria.
Más al fondo, el mercado se abre a zonas menos turísticas: pescados sobre hielo, cubetas de cangrejos y olor a salmuera. Allí casi nadie habla inglés y las cámaras no despiertan curiosidad. Es el Bến Thành real, el que provee a los restaurantes y a las casas de los barrios cercanos.
Salimos de nuevo al calor exterior, con la sensación de haber cruzado un pequeño país dentro de otro. El mercado es un microcosmos de Vietnam: tradición, ingenio y cansancio entrelazados. Un espacio donde la economía informal no es precariedad sino red de apoyo, y donde cada transacción conserva algo del respeto que en Occidente se ha perdido entre pantallas y tarjetas de crédito.









