
Tras el estruendo del campo de tiro, el silencio no llega nunca del todo. Aunque avanzamos hacia la zona de los túneles, las detonaciones siguen resonando a lo lejos, como si formaran parte del decorado. En Cu Chi, hasta el sonido de la guerra se ha convertido en ambiente.
El aire es espeso, saturado de humedad. El suelo, arcilloso y todavía blando por la lluvia de la mañana, se hunde un poco a cada paso. La guía nos explica que lo que hoy se visita es apenas una mínima parte del entramado original. Los túneles auténticos, excavados a mano, eran mucho más estrechos, profundos y asfixiantes. Bajo nuestros pies existió un mundo entero: cocinas, hospitales, arsenales y salas de mando comunicadas por trampillas y pasadizos que apenas permitían reptar.
Entramos por un tramo acondicionado, ensanchado para el turismo, incluso con algunos puntos de tenue luz y un suelo nivelado. Aun así, la sensación es inmediata: el cuerpo se encoge, la respiración se acelera, el aire se vuelve denso y caliente. Avanzar unos pocos metros basta para comprender la magnitud de aquel esfuerzo. No hay romanticismo posible aquí: solo supervivencia.
A mitad del recorrido, hay un intervalo sin luces. Oscuridad total. Solo se oye la respiración del grupo, cercana, incierta, inquieta. Es un silencio breve, pero suficiente para que uno entienda sin palabras lo que significó vivir escondido bajo tierra. No fue heroísmo, fue necesidad.
Salir a la superficie produce una mezcla de alivio y desconcierto. La luz parece demasiado brillante, el aire, demasiado libre. Y sin embargo, las ráfagas vuelven a escucharse, rítmicas, desde el bosque. Allá arriba, los turistas siguen disparando. Abajo, el túnel guarda su verdad.
El aire es espeso, saturado de humedad. El suelo, arcilloso y todavía blando por la lluvia de la mañana, se hunde un poco a cada paso. La guía nos explica que lo que hoy se visita es apenas una mínima parte del entramado original. Los túneles auténticos, excavados a mano, eran mucho más estrechos, profundos y asfixiantes. Bajo nuestros pies existió un mundo entero: cocinas, hospitales, arsenales y salas de mando comunicadas por trampillas y pasadizos que apenas permitían reptar.
Entramos por un tramo acondicionado, ensanchado para el turismo, incluso con algunos puntos de tenue luz y un suelo nivelado. Aun así, la sensación es inmediata: el cuerpo se encoge, la respiración se acelera, el aire se vuelve denso y caliente. Avanzar unos pocos metros basta para comprender la magnitud de aquel esfuerzo. No hay romanticismo posible aquí: solo supervivencia.
A mitad del recorrido, hay un intervalo sin luces. Oscuridad total. Solo se oye la respiración del grupo, cercana, incierta, inquieta. Es un silencio breve, pero suficiente para que uno entienda sin palabras lo que significó vivir escondido bajo tierra. No fue heroísmo, fue necesidad.
Salir a la superficie produce una mezcla de alivio y desconcierto. La luz parece demasiado brillante, el aire, demasiado libre. Y sin embargo, las ráfagas vuelven a escucharse, rítmicas, desde el bosque. Allá arriba, los turistas siguen disparando. Abajo, el túnel guarda su verdad.