Las vendedoras, sentadas sobre diminutos taburetes rojos, son el alma del lugar. Negocian con precisión matemática, empaquetan a velocidad de vértigo y mantienen una conversación simultánea con tres clientes. Algunos puestos parecen obras de arte del exceso: paredes recubiertas de bolsas de arroz inflado, judías, dátiles secos, frutos del Mekong, café de todo tipo y pasta fermentada en cubos metálicos. Todo se pesa en básculas verdes que parecen haber sobrevivido a tres generaciones de mercado.
En los extremos, los pasillos se abren a zonas más silenciosas donde se venden utensilios de cocina, ropa y tejidos. Los reflejos metálicos de ollas y cazos compiten con los brillos de los vestidos de seda, y el suelo, irregular y húmedo, recuerda que este es un mercado vivo, no un decorado para turistas.
Dong Ba es, en el fondo, un mapa social de Vietnam condensado bajo un mismo techo: campesinos de las afueras que traen productos del campo, mujeres mayores que controlan los precios del pescado seco, jóvenes que venden dulces con el móvil en la mano. Aquí el capitalismo tiene rostro humano: se negocia mirando a los ojos, no escaneando códigos QR.
Si el calor aprieta, basta con moverse hacia la zona central, donde el olor a tamarindo y camarones confitados se mezcla con la risa de los vendedores. Es el latido cotidiano de Huế, más auténtico que cualquier mausoleo imperial.











