
Entrar en este museo no es una visita turística; es una confrontación.
El patio exterior está lleno de helicópteros Chinook, tanques M48, y aviones de la U.S. Air Force que alguna vez surcaron el cielo con fines destructivos. Hoy permanecen inmóviles, oxidados, reducidos a piezas de museo: símbolos de un poder que fue, y que dejó cicatrices imborrables.
En el interior, las salas fotográficas son un golpe seco. Las imágenes documentan los efectos del napalm, del agente naranja y del terror cotidiano que vivió la población civil. Cuesta sostener la mirada, más aún cuando el relato se construye desde el dolor de los vencidos, no desde la épica militar.
Una de las secciones más perturbadoras reconstruye las celdas del antiguo penal y muestra instrumentos de tortura y ejecuciones. La guillotina francesa y las celdas de confinamiento son un recordatorio de que Vietnam sufrió antes incluso de la guerra con Estados Unidos: el colonialismo europeo ya había dejado su marca de hierro y miedo.
El contraste entre los muros de piedra de las prisiones y los parques luminosos de la ciudad es brutal. Ho Chi Minh City vibra, crece, se reinventa; pero este museo obliga a frenar, a mirar de frente la historia y aceptar que el progreso sin memoria es apenas una fachada.
En cierto modo, es un acto de justicia simbólica: los vietnamitas exponen lo que se intentó ocultar durante décadas. Y lo hacen sin concesiones, con el lenguaje universal de la fotografía y la evidencia.
Salir de allí es como emerger de un túnel: uno lleva dentro una mezcla de tristeza y respeto. Porque la guerra, al final, nunca tiene héroes verdaderos, solo víctimas que el tiempo trata de olvidar.








