
Por la mañana habíamos visitado el Museo de los Restos de la Guerra, la Oficina Central de Correos y el Palacio de la Reunificación. Tres lugares que concentran, cada uno a su manera, la memoria política y emocional de Vietnam. Después de ese recorrido por la ciudad, llegamos a Cu Chi ya por la tarde, cuando la humedad era más pesada y el cielo permanecía cubierto, todavía marcado por la lluvia de la mañana.
El aire olía a tierra mojada, a óxido y a vegetación que fermenta lentamente. A lo lejos, entre los árboles, un cartel anunciaba el inicio del recorrido por los túneles del Viet Cong. Allí, bajo ese mismo suelo, se excavaron más de doscientos kilómetros de pasadizos que sirvieron de refugio, hospital, puesto de mando y almacén. El ingenio y la resistencia se convirtieron literalmente en una forma de vida subterránea.
El conjunto está dispuesto como un museo al aire libre: trampas reconstruidas, maniquíes uniformados, restos de tanques y explosivos. Todo parece diseñado para la pedagogía, hasta que uno se topa con el rincón más inquietante del campamento: el campo de tiro. Por unos pocos billetes, cualquiera puede disparar un AK-47. Allí el tono cambia. Las ráfagas se escuchan a intervalos, cortando el aire como un eco absurdo del pasado. Los que más disfrutan la experiencia no parecen interesados en la historia. Son racimos de hombres —turistas excitados, cargados de testosterona—; un grupo particularmente nefasto, que minutos antes lanzaba miradas torpes y persistentes a mi hija y a otras mujeres del recorrido. Ahora, entre risas, posan para las cámaras, compitiendo por agotar la munición, como si la guerra fuese un juego y la memoria, un decorado.
Es imposible no sentir contradicción. El mismo lugar que debería invitar a reflexionar sobre la brutalidad de la guerra se convierte en un parque temático de la violencia. Se paga por disparar el arma que simbolizó una tragedia colectiva. El ruido de los tiros borra, durante unos segundos, el silencio de los túneles donde miles se escondieron para sobrevivir.
Cu Chi deja un sabor complejo: una mezcla de fascinación y desasosiego. Bajo tierra, los pasadizos cuentan una historia de ingenio, resistencia y miedo. En la superficie, los hombres siguen buscando una guerra que ya no existe.









