El aire sigue tibio, el tráfico disminuye, y la humedad del río deja en la piel esa sensación de viaje en tránsito. En las terrazas suena música suave, los bares cierran sin prisa, y desde lo alto se puede ver cómo la ciudad se disuelve hacia la selva.
La jornada termina con un cielo que arde sobre las montañas, un naranja líquido que parece imposible de apagar. Desde esta altura, Hue no es solo la antigua capital de los Nguyen: es un paréntesis entre el pasado y lo que aún no ha ocurrido.
Mitad de viaje. Ya queda tanto visto como lo que falta por descubrir. El cuerpo empieza a entender el ritmo del país, pero la cabeza sigue intentando procesar el exceso: de ruido, de color, de humanidad. Vietnam no se deja recorrer; se infiltra. Todavía queda camino, y eso tranquiliza.



