
Entre arrozales y caminos rurales, en una colina discreta al norte de Huế, se alza el pequeño santuario dedicado a Cụ Tiên, un militar que sirvió hace ya varias generaciones. No hay turistas, apenas el zumbido de los insectos y el canto de algún gallo despistado. El edificio, de muros ocres y relieves desgastados, conserva ese aire solemne de las tumbas mandarinales que la humedad ha ido devorando sin borrar del todo.
El altar interior, cubierto de ceniza y flores secas, recuerda que el culto a los antepasados sigue siendo el latido íntimo de Vietnam. Aquí no se reza por fe, sino por memoria: por mantener vivo el vínculo con quienes dieron forma —y defensa— al linaje.
Las inscripciones chinas hablan de virtud y lealtad, valores que el confucianismo impregnó en toda la corte de los Nguyen. Y mientras el turismo internacional acude a los grandes mausoleos imperiales, los descendientes de Cụ Tiên siguen viniendo a este rincón a ofrecer incienso, arroz y té. No hay nada monumental, pero sí algo profundamente humano: la continuidad.
El altar interior, cubierto de ceniza y flores secas, recuerda que el culto a los antepasados sigue siendo el latido íntimo de Vietnam. Aquí no se reza por fe, sino por memoria: por mantener vivo el vínculo con quienes dieron forma —y defensa— al linaje.
Las inscripciones chinas hablan de virtud y lealtad, valores que el confucianismo impregnó en toda la corte de los Nguyen. Y mientras el turismo internacional acude a los grandes mausoleos imperiales, los descendientes de Cụ Tiên siguen viniendo a este rincón a ofrecer incienso, arroz y té. No hay nada monumental, pero sí algo profundamente humano: la continuidad.