domingo, 7 de diciembre de 2025

Lò cốm kẹo Cửu Long


Lò cốm kẹo Cửu Long se nos presenta como uno de esos talleres que siguen funcionando a su propio ritmo, indiferentes a la aceleración turística del delta. Entramos directo al obrador, donde el arroz inflado se mezclaba con jarabes espesos en una coreografía aprendida más por acumulación de años que por manuales. El sonido rítmico de las palas, el brillo de las planchas recién extendidas y la precisión con la que cortaban cada bloque de cốm kẹo daban la sensación de un oficio que no necesita adornos; basta con hacerlo bien.

Me llamó la atención la ausencia total de artificio. Las mesas metálicas estaban limpias, las herramientas gastadas por uso continuo y nadie hacía el gesto de vender una imagen pintoresca. La familia trabajaba con una naturalidad que desmonta cualquier idea de “taller para turistas”. Si la producción ha sobrevivido a los giros comerciales del delta no es por marketing, sino por haber preservado un método fiable, casi austero.

En una estantería lateral se exhiben botellas de vino de arroz infusionado con serpiente. No estaban expuestas como atracción ...pero por su exotismo no pueden evitar convertirse en ello; además de ser una línea de negocio añadida que complementa el ingreso familiar. Los viajeros se encuentran divididos entre el escepticismo (“esto lo hacen para turistas”) y la curiosidad (“si escoges bien la botella, sorprende el sabor”). Lo que más se repetía allí era la duda sobre su salubridad, pero aquí nadie hacía grandes declaraciones. Pregunté por el proceso y un trabajador, sin detener su trabajo con el dulce, comentó que la clave era “dejar reposar, no corregir demasiado”. Esa frase me pareció una síntesis perfecta del lugar: técnica, constancia y cero dramatismo.

Se diría que este licor forma parte del ecosistema comercial del Mekong, más por tradición y demanda que por voluntad de espectáculo. El taller lo incorpora sin alterar su identidad principal: la producción del cốm kẹo sigue siendo el centro de gravedad. El dulce mantiene la textura y la regularidad que se pierde en entornos más industrializados, y el vino de serpiente convive allí sin robar demasiado el protagonismo. Es un fragmento honesto del día a día del delta, donde oficios pequeños y economías paralelas se entrelazan sin necesidad de justificarse. 

































domingo, 30 de noviembre de 2025

Rach Ba Nam




El acceso a Rạch Ba Nam me sorprendió por su franqueza material. No había pasarelas turísticas; solo tablones, ramas y un embarcadero que parecía pactar a diario con la gravedad. La canoa que nos esperaba —madera envejecida, pintura cuarteada y un volante inútil coronando una estructura que nadie usa— condensaba a la perfección la realidad del delta: soluciones prácticas, remiendos constantes y una economía que funciona más por ingenio colectivo que por inversión pública. Un recordatorio nítido de cómo la desigualdad territorial en Vietnam se nota más en la infraestructura que en los discursos.

Al internarnos por los canales, el agua arcillosa avanzaba lenta, espesa, arrastrando la huella de los campos río arriba. La mujer que manejaba el remo marcaba el ritmo sin hablar; acostumbrada a transportar familias locales antes de transportar turistas, mantenía una dignidad tranquila, como quien sabe que su oficio es anterior a cualquier capricho del turismo. La escena tenía una cadencia que exigía observación. Mujeres mayores que reman con energía contenida. Se percibía un microcosmos económico sostenido por manos anónimas, muchas de ellas femeninas, que son las que en lugares como este han defendido la continuidad cultural.

Los canales se estrechaban por momentos. Las canoas se cruzaban a centímetros, obligando a coordinar silenciosamente cada movimiento. Este tipo de tránsito acuático genera un tipo de convivencia particular: obligatoria, cotidiana, y políticamente reveladora. Aquí nadie puede aislarse. La vida se negocia en espacios reducidos, bajo una vegetación que crece sin pedir permiso, y bajo un modelo económico que no siempre protege a quien vive del agua.

En un recodo, la guía detuvo un instante la embarcación. El murmullo vegetal se mezclaba con el golpeteo suave del remo contra la madera húmeda. Entendí que este paseo no era un simple recorrido: era una coreografía colectiva que el delta ejecuta cada día.





















Điểm tham quan Năm Ớn



Điểm tham quan Năm Ớn es un pequeño claro junto al canal donde todo parece construirse con la misma lógica paciente del delta: madera ligera, techos de hoja y una economía doméstica que no oculta sus cicatrices. 
La parada quedó resumida como un espectáculo humilde de canción y música, aunque el adjetivo “humilde” aquí no es concesión: es la forma de vida de un territorio atrapado entre el empuje turístico y las tensiones de una Vietnam que avanza con contradicciones. 
El espectáculo empezó sin que nadie lo anunciara. Un đàn tranh apoyado sobre las rodillas y una voz femenina que, más que cantar, acariciaba sílabas antiguas. No buscaban aplausos; parecía que la música se tocaba para mantener a flote algo íntimo, casi comunitario. 

El espectáculo avanzó con una naturalidad que solo puede darse lejos de los grandes teatros. No había una gran coreografía, ni efectos, ni intención escénica. Lo único que importaba era la continuidad: una canción que hablaba del río cuando sube; otra que recuperaba versos prohibidos décadas atrás.

No puedo dejar de pensar en cómo estos pequeños actos culturales sostienen una identidad que ninguna macroinfraestructura puede reemplazar. Năm Ớn no es un gran destino; es una pieza del mosaico del delta, vulnerable a las sequías, al turismo masivo y a decisiones políticas tomadas demasiado lejos de aquí. Precisamente por eso este tipo de recitales —tan despojados— funcionan como testimonio: no solo entretienen, también preservan.













El Mekong




El Mekong no es un río: es una respiración. Desde la borda, el agua parece avanzar con la lentitud de quien no tiene prisa, como si llevara siglos repitiendo el mismo trayecto. Durante la travesía, el aire se volvió denso, mezcla de humedad, fruta madura y gasóleo viejo. Entrar en sus canales fue como cruzar a otro mundo: la línea del horizonte desapareció y, de pronto, el agua se abrió en decenas de brazos que serpentean entre aldeas flotantes, redes tendidas, casas de madera suspendidas sobre pilotes y niños que saludan desde embarcaciones imposibles.




No hay silencio, pero tampoco ruido: solo el murmullo constante del agua golpeando las quillas, los motores de fondo, las voces que se mezclan con el zumbido de los insectos. Todo es cercano, vital, funcional. No hay turismo aquí, solo rutina sobre agua.

En el delta, el Mekong ya no es un cauce: es una red donde la gente vive, trabaja y sobrevive. Y uno entiende —sin necesidad de que nadie lo explique— que este río no separa, sino que une. Que más allá de su geografía hay una lección política y humana: la de convivir con lo inestable, de aceptar que el movimiento continuo también es una forma de estabilidad.








domingo, 12 de octubre de 2025

Cu Chi 3/3: la ausencia visible



En un momento del recorrido, la guía nos llevó a una zona del bosque que parecía no tener nada especial. Solo hojas secas, raíces y un terreno ligeramente irregular. Sonrió con discreción, apartó unas ramas y levantó una pequeña trampilla de madera camuflada bajo la tierra. Debajo, un hueco estrecho: uno de los escondites originales del Viet Cong, diseñado para cerrarse sobre sí mismo y desaparecer.

Nos explicó que estos agujeros no eran simples refugios, sino puntos de ataque. Desde allí, los combatientes emergían de improviso, disparaban, y en cuestión de segundos volvían a desaparecer, tragados por la selva. La idea resultaba tan ingeniosa como inquietante: el enemigo podía estar justo bajo tus pies, invisible.

Entonces ...invitó a probar. Hay algo ambiguo en ese gesto, entre la curiosidad y el respeto. Una amiga del grupo, Arantxa, aceptó. Dejó su mochila en el suelo, se agachó y, con cierta incredulidad general (corrijo: con mucha incredulidad general), consiguió introducirse por completo. En un instante desapareció. La guía cubrió la trampilla con hojas y el bosque recuperó su aspecto original.

Durante unos segundos no se oyó nada. Nadie se movió. Ese silencio —esa «ausencia visible»— pesó más que cualquier explicación histórica. Era la guerra reducida a un acto físico.

Cuando la guía retiró las hojas, Arantxa emergió sonriente, aliviada, con la cara enrojecida y el gesto de quien ha entendido algo sin necesidad de palabras. 
Cu Chi no necesitaba añadir nada más. 
Nada más.