domingo, 12 de octubre de 2025

Cu Chi 3/3: la ausencia visible



En un momento del recorrido, la guía nos llevó a una zona del bosque que parecía no tener nada especial. Solo hojas secas, raíces y un terreno ligeramente irregular. Sonrió con discreción, apartó unas ramas y levantó una pequeña trampilla de madera camuflada bajo la tierra. Debajo, un hueco estrecho: uno de los escondites originales del Viet Cong, diseñado para cerrarse sobre sí mismo y desaparecer.

Nos explicó que estos agujeros no eran simples refugios, sino puntos de ataque. Desde allí, los combatientes emergían de improviso, disparaban, y en cuestión de segundos volvían a desaparecer, tragados por la selva. La idea resultaba tan ingeniosa como inquietante: el enemigo podía estar justo bajo tus pies, invisible.

Entonces ...invitó a probar. Hay algo ambiguo en ese gesto, entre la curiosidad y el respeto. Una amiga del grupo, Arantxa, aceptó. Dejó su mochila en el suelo, se agachó y, con cierta incredulidad general (corrijo: con mucha incredulidad general), consiguió introducirse por completo. En un instante desapareció. La guía cubrió la trampilla con hojas y el bosque recuperó su aspecto original.

Durante unos segundos no se oyó nada. Nadie se movió. Ese silencio —esa «ausencia visible»— pesó más que cualquier explicación histórica. Era la guerra reducida a un acto físico.

Cuando la guía retiró las hojas, Arantxa emergió sonriente, aliviada, con la cara enrojecida y el gesto de quien ha entendido algo sin necesidad de palabras. 
Cu Chi no necesitaba añadir nada más. 
Nada más.





















Cu Chi 2/3: dentro de los túneles




Tras el estruendo del campo de tiro, el silencio no llega nunca del todo. Aunque avanzamos hacia la zona de los túneles, las detonaciones siguen resonando a lo lejos, como si formaran parte del decorado. En Cu Chi, hasta el sonido de la guerra se ha convertido en ambiente.

El aire es espeso, saturado de humedad. El suelo, arcilloso y todavía blando por la lluvia de la mañana, se hunde un poco a cada paso. La guía nos explica que lo que hoy se visita es apenas una mínima parte del entramado original. Los túneles auténticos, excavados a mano, eran mucho más estrechos, profundos y asfixiantes. Bajo nuestros pies existió un mundo entero: cocinas, hospitales, arsenales y salas de mando comunicadas por trampillas y pasadizos que apenas permitían reptar.

Entramos por un tramo acondicionado, ensanchado para el turismo, incluso con algunos puntos de tenue luz y un suelo nivelado. Aun así, la sensación es inmediata: el cuerpo se encoge, la respiración se acelera, el aire se vuelve denso y caliente. Avanzar unos pocos metros basta para comprender la magnitud de aquel esfuerzo. No hay romanticismo posible aquí: solo supervivencia.

A mitad del recorrido, hay un intervalo sin luces. Oscuridad total. Solo se oye la respiración del grupo, cercana, incierta, inquieta. Es un silencio breve, pero suficiente para que uno entienda sin palabras lo que significó vivir escondido bajo tierra. No fue heroísmo, fue necesidad.

Salir a la superficie produce una mezcla de alivio y desconcierto. La luz parece demasiado brillante, el aire, demasiado libre. Y sin embargo, las ráfagas vuelven a escucharse, rítmicas, desde el bosque. Allá arriba, los turistas siguen disparando. Abajo, el túnel guarda su verdad.


















Cu Chi 1/3: la guerra sigue respirando



Por la mañana habíamos visitado el Museo de los Restos de la Guerra, la Oficina Central de Correos y el Palacio de la Reunificación. Tres lugares que concentran, cada uno a su manera, la memoria política y emocional de Vietnam. Después de ese recorrido por la ciudad, llegamos a Cu Chi ya por la tarde, cuando la humedad era más pesada y el cielo permanecía cubierto, todavía marcado por la lluvia de la mañana.

El aire olía a tierra mojada, a óxido y a vegetación que fermenta lentamente. A lo lejos, entre los árboles, un cartel anunciaba el inicio del recorrido por los túneles del Viet Cong. Allí, bajo ese mismo suelo, se excavaron más de doscientos kilómetros de pasadizos que sirvieron de refugio, hospital, puesto de mando y almacén. El ingenio y la resistencia se convirtieron literalmente en una forma de vida subterránea.

El conjunto está dispuesto como un museo al aire libre: trampas reconstruidas, maniquíes uniformados, restos de tanques y explosivos. Todo parece diseñado para la pedagogía, hasta que uno se topa con el rincón más inquietante del campamento: el campo de tiro. Por unos pocos billetes, cualquiera puede disparar un AK-47. Allí el tono cambia. Las ráfagas se escuchan a intervalos, cortando el aire como un eco absurdo del pasado. Los que más disfrutan la experiencia no parecen interesados en la historia. Son racimos de hombres —turistas excitados, cargados de testosterona—; un grupo particularmente nefasto, que minutos antes lanzaba miradas torpes y persistentes a mi hija y a otras mujeres del recorrido. Ahora, entre risas, posan para las cámaras, compitiendo por agotar la munición, como si la guerra fuese un juego y la memoria, un decorado.

Es imposible no sentir contradicción. El mismo lugar que debería invitar a reflexionar sobre la brutalidad de la guerra se convierte en un parque temático de la violencia. Se paga por disparar el arma que simbolizó una tragedia colectiva. El ruido de los tiros borra, durante unos segundos, el silencio de los túneles donde miles se escondieron para sobrevivir.

Cu Chi deja un sabor complejo: una mezcla de fascinación y desasosiego. Bajo tierra, los pasadizos cuentan una historia de ingenio, resistencia y miedo. En la superficie, los hombres siguen buscando una guerra que ya no existe.






















sábado, 11 de octubre de 2025

Mercado Bến Thành



La visita al mercado Bến Thành, en pleno distrito 1 de Ho Chi Minh, es una inmersión en el corazón cotidiano de la ciudad. El edificio, con su torre del reloj visible desde la avenida Lê Lợi, lleva más de un siglo en el mismo lugar: fue inaugurado en 1914 por la administración colonial francesa y, desde entonces, ha sobrevivido guerras, cambios de régimen y una modernización que arrasó casi todo lo demás.

Hoy, más que un mercado, parece un resumen comprimido de Vietnam. Bajo las vigas amarillas del techo original, el aire se mezcla con olor a pescado, a café recién molido y a incienso viejo. No hay orden, pero sí un equilibrio secreto: las secciones de té y café junto a las de frutos secos, las telas junto a la loza, los puestos de comida en el centro como un remolino que lo absorbe todo.

Nos sentamos en unos taburetes azules de plástico —de esos que parecen pensados para recordarte que no debes quedarte demasiado tiempo—. El ruido no deja pensar: cuchillos que golpean madera, ventiladores que giran sin mover el aire.

Las mujeres detrás de los mostradores son las verdaderas dueñas del mercado. Muchas han heredado su espacio; otras lo alquilan a precios imposibles. Regatean con la calma de quien sabe que el turista tiene más miedo a quedar mal que a pagar de más. En sus gestos se condensa un tipo de economía que resiste al algoritmo: todo ocurre frente a frente, sin intermediarios ni pantallas.

El café —ese símbolo ambiguo del país, nacido del legado colonial francés y convertido en una potencia exportadora global— domina los pasillos. Las latas brillantes con etiquetas de Weasel, Moka o Luwak se apilan hasta el techo. Pero lo que realmente atrae es la convivencia entre lo local y lo global: el paquete con diseño occidental, la balanza analógica, la venta a peso y a ojo.

En la zona de comidas el espacio se estrecha todavía más. Grupos de amigos, familias y turistas comparten mesa sin conocerse, sorben fideos o arroz partido con carne a la parrilla. La cocina aquí no es espectáculo, sino supervivencia y memoria.

Más al fondo, el mercado se abre a zonas menos turísticas: pescados sobre hielo, cubetas de cangrejos y olor a salmuera. Allí casi nadie habla inglés y las cámaras no despiertan curiosidad. Es el Bến Thành real, el que provee a los restaurantes y a las casas de los barrios cercanos.

Salimos de nuevo al calor exterior, con la sensación de haber cruzado un pequeño país dentro de otro. El mercado es un microcosmos de Vietnam: tradición, ingenio y cansancio entrelazados. Un espacio donde la economía informal no es precariedad sino red de apoyo, y donde cada transacción conserva algo del respeto que en Occidente se ha perdido entre pantallas y tarjetas de crédito.



















Bưu điện Trung tâm Sài Gòn



Había llovido mientras visitábamos el museo de los Restos de la Guerra, pero al llegar al Bưu điện ya no quedaba agua en el suelo. Solo humedad. Esa humedad invisible que aplasta el aire y deja la piel siempre pegajosa. El cielo seguía encapotado, y la ciudad parecía moverse en cámara lenta.

El Bưu điện Trung tâm Sài Gòn —la Oficina Central de Correos— es uno de esos lugares donde la historia y el mito se confunden. Durante años se repitió que la había diseñado Gustave Eiffel, pero no: fue obra del arquitecto Alfred Foulhoux y del ingeniero Auguste Villedieu, funcionarios del gobierno colonial francés. La confusión persiste, quizá porque a todos nos gusta creer que un edificio tan perfecto debía tener una firma célebre.

Dentro, el ambiente es una mezcla extraña de oficina en funcionamiento y puesto turístico. Se venden sellos, se despachan cartas, pero también postales y recuerdos. Los visitantes —nosotros incluidos— acudimos atraídos por la belleza del lugar y, sin quererlo, por ese mito repetido del “Eiffel tropical”.

El espacio impresiona: una gran nave abovedada, mosaicos en el suelo, columnas verdes y un retrato solemne de Ho Chi Minh al fondo, observándolo todo. Los mapas coloniales de Indochina recuerdan que este edificio fue parte del engranaje administrativo de un imperio que ya no existe.

Nada parece fuera de lugar: el orden francés sobrevive en los mostradores de madera, en la simetría, en el silencio relativo que allí dentro todavía se conserva. Afuera, Saigón bulle. Dentro, la humedad se mezcla con el olor del papel, y la historia continúa archivándose con puntualidad.








Palacio de la Reunificación, Ho Chi Minh




El Palacio de la Reunificación no se visita tanto por lo que muestra como por lo que representa. Su fachada simétrica y sus geometrías repetitivas parecen diseñadas para imponer orden, como si la arquitectura pudiera domesticar el caos de la historia.

Aquí, el 30 de abril de 1975, un tanque del ejército norvietnamita derribó las verjas y marcó el fin de la guerra y del régimen de Vietnam del Sur. Desde entonces, el edificio ha sido preservado casi intacto, como una cápsula de aquel momento exacto en que un país exhausto se reunió de nuevo bajo una misma bandera.

Mi única imagen capta algo que quizá explica mejor el espíritu del lugar: tres mujeres frente a la fachada, dos con áo dài —el vestido tradicional vietnamita— y una con atuendo occidental. Las tres sostienen pequeñas banderas rojas, y durante unos segundos, los chorros de la fuente parecen sincronizarse con sus gestos.

Es una escena tranquila, pero cargada de historia: la síntesis entre lo antiguo y lo moderno, entre la disciplina del pasado y la naturalidad del presente. El palacio es más que un símbolo político; es una metáfora de un país que aprendió a integrar sus contradicciones sin borrarlas.

Museo de los restos de la guerra, Ho Chi Minh




Entrar en este museo no es una visita turística; es una confrontación.

El patio exterior está lleno de helicópteros Chinook, tanques M48, y aviones de la U.S. Air Force que alguna vez surcaron el cielo con fines destructivos. Hoy permanecen inmóviles, oxidados, reducidos a piezas de museo: símbolos de un poder que fue, y que dejó cicatrices imborrables.

En el interior, las salas fotográficas son un golpe seco. Las imágenes documentan los efectos del napalm, del agente naranja y del terror cotidiano que vivió la población civil. Cuesta sostener la mirada, más aún cuando el relato se construye desde el dolor de los vencidos, no desde la épica militar.

Una de las secciones más perturbadoras reconstruye las celdas del antiguo penal y muestra instrumentos de tortura y ejecuciones. La guillotina francesa y las celdas de confinamiento son un recordatorio de que Vietnam sufrió antes incluso de la guerra con Estados Unidos: el colonialismo europeo ya había dejado su marca de hierro y miedo.

El contraste entre los muros de piedra de las prisiones y los parques luminosos de la ciudad es brutal. Ho Chi Minh City vibra, crece, se reinventa; pero este museo obliga a frenar, a mirar de frente la historia y aceptar que el progreso sin memoria es apenas una fachada.

En cierto modo, es un acto de justicia simbólica: los vietnamitas exponen lo que se intentó ocultar durante décadas. Y lo hacen sin concesiones, con el lenguaje universal de la fotografía y la evidencia.

Salir de allí es como emerger de un túnel: uno lleva dentro una mezcla de tristeza y respeto. Porque la guerra, al final, nunca tiene héroes verdaderos, solo víctimas que el tiempo trata de olvidar.