domingo, 31 de agosto de 2025

Halong al amanecer

 

El amanecer en la bahía de Halong me obligó a no parpadear. Tenía la sensación de que si dejaba de mirar, aunque fuera un segundo, algo se me escaparía para siempre. El cielo era un teatro en constante movimiento: nubes gruesas que se abrían y cerraban como telones, destellos que aparecían y desaparecían sobre el agua, islotes que cambiaban de carácter según la luz que los rozaba. Nada se repetía, todo era tránsito.
A lo lejos, los barcos marcaban la presencia humana, casi como miniaturas flotantes en un paisaje que los desborda. Pero en la cubierta, apenas tres personas en silencio. Ese vacío inesperado permitía que la bahía, pese a su explotación turística evidente, recuperara algo de autenticidad: el privilegio de contemplar sin ruido, de escuchar solo el agua quieta y los primeros sonidos del día.
Y de repente la vida cobra sentido.

8 de agosto de 2025.
Feliz cumpleaños, Javier. 
Llamadme Jacob.


Halong al atardecer



La luz de la tarde en Halong transforma todo. 
Las mismas formaciones rocosas que al mediodía parecen duras, filosas y repetitivas, de pronto se suavizan. El sol, bajo y rojizo, se refleja en las paredes de caliza como si las quemara por dentro. El agua, que durante el día parece de un verde turbio, al atardecer se vuelve espejo de cobre.

Los barcos —que a esas horas empiezan a fondear para pasar la noche— se alinean en silencio. Se oye menos motor, más rumor de platos y conversaciones a bordo. En cubierta, la gente busca un rincón para mirar cómo el cielo se parte en franjas: primero anaranjado, luego magenta, después un azul que anuncia la noche. La bruma que suele cubrir los islotes se espesa justo cuando el sol cae, de manera que no hay línea de horizonte clara, solo un ir y venir de siluetas que se disuelven.

El paisaje es tan poderoso que impone quietud, aunque sigue presente la contradicción: la bahía es parque natural y al mismo tiempo escenario de turismo de masas. 



























martes, 26 de agosto de 2025

Bahía de Halong



La bahía de Ha Long se presenta inmensa, desbordante de islotes que se repiten hasta donde llega la vista.
El barco avanza lento, con pesadez, y la sensación inevitable es la de entrar en un laberinto natural: un pasillo de agua que nunca se abre del todo, siempre ocultando el siguiente giro. No hay horizonte plano; siempre hay una pared de roca delante.

Lo primero que impacta es la cantidad de barcos. Cada uno arrastra a decenas o cientos de almas contemplando al mismo tiempo ...el mismo paisaje. Es fácil pensar en una vulgarización: un patrimonio natural convertido en parque temático, con colas de cruceros que se mueven como autobuses urbanos. La bahía sufre un estrés evidente, casi incómodo.

Y sin embargo, aquí estoy, en uno de esos barcos. Parte del problema, aunque al mismo tiempo infinitamente agradecido. Porque sin esta masificación, seguramente, el lugar me estaría vedado: un privilegio reservado a locales, a expedicionarios aislados o a élites con recursos. La paradoja es clara: lo que afea y degrada es también lo que abre la posibilidad de estar aquí, de ver con mis propios ojos un escenario que de otro modo quedaría en el imaginario. 

En medio de esa contradicción, la geología se impone. Una roca solitaria, afilada, cubierta de manchas verdes, recuerda que lo esencial sigue siendo lo mismo: piedra y agua, millones de años de erosión. Este relieve kárstico no es un mero decorado: es el resultado de procesos geológicos que comenzaron en el Paleozoico, cuando esta región estaba sumergida bajo mares tropicales poco profundos. La disolución de la caliza, las fracturas abiertas por el tiempo y la lenta acción del agua modelaron este paisaje único, que conecta con otros escenarios hermanos del sudeste asiático, como las montañas de Guilin en China (ver paseo por el río Li-Jiang) o los valles de Vang Vieng en Laos. Y sin embargo, Ha Long añade algo que no tienen los demás: la leyenda que le da nombre, la del dragón que descendió del cielo para defender estas costas de los invasores, escupiendo jade y perlas que al tocar el mar se transformaron en los miles de islotes que hoy emergen del agua. La mitología y la geología se cruzan aquí con la misma naturalidad con que los barcos atraviesan sus canales.












PD: Esta es el primera de las tres entradas sobre Ha Long en este blog. Seguirán "anochecer" y "amanecer". En la página de índice mantendremos el orden conológico completo.

domingo, 24 de agosto de 2025

Train Street


Pocas estampas concentran tanta contradicción como la de la llamada Train Street de Hanói. Lo que comenzó siendo un ramal ferroviario que cortaba humildes callejones de viviendas, hoy se ha transformado en un espectáculo coreografiado para turistas de móvil en mano. Cafés improvisados han colonizado cada metro de acera, y los lugareños despliegan sillas plegables a centímetros de los raíles, como si el traqueteo metálico fuese parte natural de la decoración. Y cuando al fin aparece el tren, se produce la escena: los camareros retiran mesas a toda prisa, los visitantes contienen la respiración, y un convoy de varias toneladas roza literalmente las rodillas de quienes siguen grabando con gesto incrédulo.

El contraste con una Europa sobrerregulada resulta grotesco. En un continente donde la normativa impone franjas de seguridad hasta para una terraza de bar, resulta impensable un lugar en el que un tren atraviese un callejón sin más parapeto que el instinto de apartarse a tiempo. Allí donde Bruselas multiplicaría informes de impacto, mediciones de riesgo y cordones policiales, Hanói ha convertido la precariedad en reclamo, y la carencia de protocolos en un atractivo pintoresco.

Se diría que asistimos a la turistificación de la imprudencia: lo que en cualquier manual de urbanismo aparecería en mayúsculas como “riesgo inaceptable”, aquí se celebra con farolillos de colores, luces LED y banderolas nacionales que cubren el cielo de la calle. El origen, humilde y funcional —un trazado ferroviario que nunca se pensó para ser postal—, se ha disuelto bajo la estética del exceso, donde la adrenalina del visitante vale más que cualquier recomendación de seguridad.

El resultado es tan fascinante como cuestionable. Fascinante, porque pocas ciudades ofrecen un espectáculo tan visceral, con la vibración del suelo y el estrépito metálico a centímetros del cuerpo; cuestionable, porque el mismo efecto se basa en convertir un riesgo evidente en parque temático improvisado. Train Street es, en definitiva, un espejo deformante: allí donde Europa se asfixia en la regulación, Hanói abre un café en medio de los raíles y lo convierte en atracción global. El viajero sale con la anécdota, las autoridades con los ingresos, y la ciudad con un dilema irresuelto entre autenticidad y circo.





















Chùa Diên Hựu



El conjunto de Chùa Diên Hựu, más conocido por albergar la célebre Pagoda de un Solo Pilar, sorprende por su doble carácter: la sobriedad icónica de su pabellón sobre el agua y la abundancia ornamental de los altares en el interior del templo principal. El nombre significa “Felicidad duradera”, y se remonta al siglo XI, cuando el emperador Lý Thái Tông soñó con la diosa de la compasión entregándole un hijo sobre una flor de loto. 

Al recorrer el recinto, el contraste se hace evidente. Afuera, la imagen minimalista de la pagoda aislada en el agua; adentro, un despliegue barroco de devoción. Los altares del templo Diên Hựu aparecen rebosantes de figuras doradas, hileras de pequeños Budas en actitud meditativa, imágenes de Quan Âm con múltiples brazos extendidos, flores frescas, frutas y objetos cotidianos convertidos en ofrendas. El resplandor del pan de oro y de las lacas rojas se mezcla con el aroma del incienso y con el murmullo de los fieles que encienden varillas, se inclinan y depositan sus plegarias entre tanto símbolo.

El conjunto nos habla de continuidad: la pureza soñada en la flor de loto que inspiró al emperador convive con la religiosidad popular, colorida y tangible, que hoy se expresa en botellas de agua, paquetes de incienso y hasta productos de consumo ofrecidos junto a las estatuas. 













Pagoda de un Solo Pilar



La Pagoda de un Solo Pilar (Chùa Một Cột) se levanta en el corazón de Hanói como un símbolo del budismo vietnamita y de la arquitectura tradicional del país. Vista desde fuera, parece flotar sobre un estanque de lotos, sostenida únicamente por una columna de piedra central que la convierte en un templo único en su género. Su origen se remonta al siglo XI, cuando el emperador Lý Thái Tông mandó construirla en agradecimiento por haber tenido un hijo tras soñar con la diosa de la compasión sentada sobre una flor de loto.

El estanque que la rodea, cubierto de hojas verdes y flores emergentes, refuerza esa imagen onírica. Las guirnaldas de banderas budistas y nacionales que cuelgan entre los árboles aportan un aire festivo, como si el templo, pese a su tamaño reducido, concentrara una parte esencial de la espiritualidad vietnamita.
En el interior, el pequeño santuario de madera guarda un altar cubierto de ofrendas, frutas, flores y varillas de incienso encendidas. Allí, arrodillado en silencio, un monje eleva sus plegarias frente a la imagen dorada, en un gesto que conecta pasado y presente en un mismo acto ritual. La sencillez del espacio contrasta con la riqueza de los detalles dorados y lacados que lo rodean.
 
La escena exterior mantiene ese equilibrio entre la solemnidad y lo cotidiano. 
Sentados en los bancos de piedra del patio, los visitantes descansan, observan y conversan, mientras la pagoda se mantiene erguida como si fuera un relicario suspendido en el tiempo. El conjunto resulta armónico: las escaleras de piedra desgastada, los tejados de tejas curvas, los macetones de loto, el verdor envolvente.