
En un momento del recorrido, la guía nos llevó a una zona del bosque que parecía no tener nada especial. Solo hojas secas, raíces y un terreno ligeramente irregular. Sonrió con discreción, apartó unas ramas y levantó una pequeña trampilla de madera camuflada bajo la tierra. Debajo, un hueco estrecho: uno de los escondites originales del Viet Cong, diseñado para cerrarse sobre sí mismo y desaparecer.
Nos explicó que estos agujeros no eran simples refugios, sino puntos de ataque. Desde allí, los combatientes emergían de improviso, disparaban, y en cuestión de segundos volvían a desaparecer, tragados por la selva. La idea resultaba tan ingeniosa como inquietante: el enemigo podía estar justo bajo tus pies, invisible.
Entonces ...invitó a probar. Hay algo ambiguo en ese gesto, entre la curiosidad y el respeto. Una amiga del grupo, Arantxa, aceptó. Dejó su mochila en el suelo, se agachó y, con cierta incredulidad general (corrijo: con mucha incredulidad general), consiguió introducirse por completo. En un instante desapareció. La guía cubrió la trampilla con hojas y el bosque recuperó su aspecto original.
Durante unos segundos no se oyó nada. Nadie se movió. Ese silencio —esa «ausencia visible»— pesó más que cualquier explicación histórica. Era la guerra reducida a un acto físico.
Cuando la guía retiró las hojas, Arantxa emergió sonriente, aliviada, con la cara enrojecida y el gesto de quien ha entendido algo sin necesidad de palabras.
Cu Chi no necesitaba añadir nada más.