Ese contraste es la esencia del lugar: de un lado la crudeza de los gusanos —vida que se sacrifica para obtener el hilo brillante— y del otro el artificio elegante de los vestidos que prometen en apenas unas horas. La aguja entrando y saliendo con paciencia infinita recuerda que antes de ser souvenir para turistas ansiosos, la seda fue símbolo de estatus, riqueza y rutas comerciales globales.
Las mujeres del taller, vestidas con sus túnicas amarillas, mueven el cuerpo en sincronía: una mide, otra apunta, otra acomoda la tela en el telar. La rapidez casi coreográfica del proceso habla de oficio, pero también de adaptación a la demanda extranjera: producir a medida y sin pausa, en un contexto donde el tiempo del turista vale tanto como el tejido mismo.
El telar antiguo, las madejas brillantes, los bordados minuciosos y la cinta métrica en el cuello de la modista forman una escena difícil de olvidar. Es casi un teatro, pero un teatro real: las manos que ves en esas fotos llevan años repitiendo esos gestos.



El paso por Thang Loi también tuvo un punto cómico que no se puede obviar: la desproporción de tamaños entre quienes medían y quienes eran medidos. La modista con su túnica amarilla intentando rodear con la cinta métrica hombros que le quedaban a la altura de los ojos. Y la compañera tomando notas con gesto solemne, como si estuviera levantando un acta notarial.