
El mercado central de Hoi An es un organismo vivo, una mezcla de ruidos metálicos, aromas intensos y colores desbordados que no necesitan filtros. Dentro, las columnas amarillas sujetan un techo alto y oscuro, y entre ellas se despliega la vida cotidiana en crudo: puestos de carne abiertos al pasillo, pescados brillando sobre plástico con más dignidad que en muchas pescaderías de lujo, y mujeres que cortan, pesan o pelan sin pausa mientras conversan como si el tiempo no importara.
Las cocinas improvisadas, con hornillos y ollas ennegrecidas, convierten la compra en experiencia gastronómica inmediata. Hay quien llega al mercado con hambre y no se va sin un cuenco de noodles, un bánh xèo chisporroteante o un caldo que se sorbe sin miramientos. No es un “food court” diseñado para turistas: es la consecuencia natural de la vida comercial en Vietnam, donde cocinar y vender son gestos inseparables.
En los rincones más estrechos se amontonan especias, fideos secos, botes de salsa de pescado y bolsas de plástico colgando como cortinas improvisadas. Algunas vendedoras apenas caben en sus cubículos, sentadas en taburetes mínimos rodeadas de mercancía hasta el techo, mientras despachan con una precisión que ya quisiera cualquier supermercado.
Fuera, la frontera del mercado se diluye en la calle: cubos rebosando de sepias y camarones con hielo, patos recién sacrificados en barreños de metal, mujeres con guantes de goma y sombreros cónicos que limpian, trocean o directamente comen mientras trabajan. La línea entre lo laboral y lo personal se borra con la misma facilidad con la que se comparte un cuenco de arroz.
Hay algo contradictorio: mientras en una esquina alguien negocia por un kilo de hierbas frescas, en la otra un vendedor ofrece linternas a precios inflados para viajeros con cámara. El mercado es, en realidad, una radiografía social: un espacio donde se cruzan campesinas que traen la cosecha en moto, familias que desayunan juntas, trabajadoras que sostienen la economía informal y turistas que curiosean con una mezcla de fascinación y cierto pudor. Todo sucede al mismo tiempo, bajo un techo que parece retener la humedad y amplificar la energía.








