Pocas estampas concentran tanta contradicción como la de la llamada Train Street de Hanói. Lo que comenzó siendo un ramal ferroviario que cortaba humildes callejones de viviendas, hoy se ha transformado en un espectáculo coreografiado para turistas de móvil en mano. Cafés improvisados han colonizado cada metro de acera, y los lugareños despliegan sillas plegables a centímetros de los raíles, como si el traqueteo metálico fuese parte natural de la decoración. Y cuando al fin aparece el tren, se produce la escena: los camareros retiran mesas a toda prisa, los visitantes contienen la respiración, y un convoy de varias toneladas roza literalmente las rodillas de quienes siguen grabando con gesto incrédulo.
El contraste con una Europa sobrerregulada resulta grotesco. En un continente donde la normativa impone franjas de seguridad hasta para una terraza de bar, resulta impensable un lugar en el que un tren atraviese un callejón sin más parapeto que el instinto de apartarse a tiempo. Allí donde Bruselas multiplicaría informes de impacto, mediciones de riesgo y cordones policiales, Hanói ha convertido la precariedad en reclamo, y la carencia de protocolos en un atractivo pintoresco.
Se diría que asistimos a la turistificación de la imprudencia: lo que en cualquier manual de urbanismo aparecería en mayúsculas como “riesgo inaceptable”, aquí se celebra con farolillos de colores, luces LED y banderolas nacionales que cubren el cielo de la calle. El origen, humilde y funcional —un trazado ferroviario que nunca se pensó para ser postal—, se ha disuelto bajo la estética del exceso, donde la adrenalina del visitante vale más que cualquier recomendación de seguridad.
El resultado es tan fascinante como cuestionable. Fascinante, porque pocas ciudades ofrecen un espectáculo tan visceral, con la vibración del suelo y el estrépito metálico a centímetros del cuerpo; cuestionable, porque el mismo efecto se basa en convertir un riesgo evidente en parque temático improvisado. Train Street es, en definitiva, un espejo deformante: allí donde Europa se asfixia en la regulación, Hanói abre un café en medio de los raíles y lo convierte en atracción global. El viajero sale con la anécdota, las autoridades con los ingresos, y la ciudad con un dilema irresuelto entre autenticidad y circo.
El contraste con una Europa sobrerregulada resulta grotesco. En un continente donde la normativa impone franjas de seguridad hasta para una terraza de bar, resulta impensable un lugar en el que un tren atraviese un callejón sin más parapeto que el instinto de apartarse a tiempo. Allí donde Bruselas multiplicaría informes de impacto, mediciones de riesgo y cordones policiales, Hanói ha convertido la precariedad en reclamo, y la carencia de protocolos en un atractivo pintoresco.
Se diría que asistimos a la turistificación de la imprudencia: lo que en cualquier manual de urbanismo aparecería en mayúsculas como “riesgo inaceptable”, aquí se celebra con farolillos de colores, luces LED y banderolas nacionales que cubren el cielo de la calle. El origen, humilde y funcional —un trazado ferroviario que nunca se pensó para ser postal—, se ha disuelto bajo la estética del exceso, donde la adrenalina del visitante vale más que cualquier recomendación de seguridad.
El resultado es tan fascinante como cuestionable. Fascinante, porque pocas ciudades ofrecen un espectáculo tan visceral, con la vibración del suelo y el estrépito metálico a centímetros del cuerpo; cuestionable, porque el mismo efecto se basa en convertir un riesgo evidente en parque temático improvisado. Train Street es, en definitiva, un espejo deformante: allí donde Europa se asfixia en la regulación, Hanói abre un café en medio de los raíles y lo convierte en atracción global. El viajero sale con la anécdota, las autoridades con los ingresos, y la ciudad con un dilema irresuelto entre autenticidad y circo.






