viernes, 22 de agosto de 2025

Pagoda y templo de Trấn Quốc


Cruzando el puente hacia la Pagoda Trấn Quốc bajo la lluvia de agosto, el aire frío del autobús queda atrás y la humedad golpea al instante. Las gafas y la cámara se empañan enseguida: primer contacto real con Hanói, Vietnam, en plena temporada de lluvias, con el cielo bajo y cerrado. Llevaba tiempo sin poder usar mi cámara y todavía se siente como un objeto extraño en las manos; una sensación desconcertante, inusual, que añade cierta torpeza a este comienzo. Pero… ¿qué sería de los comienzos sin torpezas?

Linternas de piedra recorren el perímetro del recinto. El muro exterior destaca por su amarillo intenso, apenas interrumpido por franjas blancas de contraste. Ese color, históricamente ligado a la realeza y a la estabilidad en Vietnam, transmite la firmeza de un templo fundado en el siglo VI junto al río Rojo y trasladado en 1615 al lago del Oeste para protegerlo de las crecidas; aún hoy, es el más antiguo de Hanói.


La isla-templo está casi vacía. Tras unos pasos, rodeada por pequeñas pagodas macizas, se alza la torre hexagonal de ladrillo rojo de la pagoda principal, once pisos de altura. En cada nivel, y en cada fachada, estatuas de Amitabha Buda —sesenta y seis en total— se asoman desde nichos en arco. La torre culmina en un loto de nueve pisos tallado en piedras preciosas, símbolo de elevación espiritual. El loto se repite también en los adornos de la base, evocando la pureza que surge de lo turbio, un recordatorio constante de la tradición budista. Al pie de la torre, sobre un altar exterior, se ven racimos de plátanos amarillos, cajas metálicas rojas de galletas y un par de latas de Pepsi, ofrendas habituales que añaden un toque de color sin alterar la serenidad del conjunto.



El patio del templo aparece enmarcado por grandes bonsáis… y despejado de visitantes. El aire se impregna con los aromas que ascienden desde los incensarios de bronce. Sobre ellos ondean las banderas budistas, con franjas verticales en azul, amarillo, rojo, blanco y naranja: los cinco colores del resplandor del Buda en el momento de su iluminación, convertidos hoy en símbolo de unidad de todas las tradiciones budistas.


En el interior, entre estatuas doradas y el humo persistente del incienso, se repite la disposición de ofrendas sobre mesas bajas. Varias mujeres, cuidadoras del templo, se inclinan sobre grandes libros de oraciones. No es una escena preparada, sino la rutina diaria de cánticos que mantiene vivo al lugar, enlazando su pasado con el presente.


Y en el exterior, aunque parezca mentira, persiste otra vida: el zumbido de motos, los sonidos caóticos y los vendedores que nunca desaparecen.


... y primeros postureos de mis princesas vietnamitas.