viernes, 22 de agosto de 2025

Taller de Lacado

 


El taller de lacado se organiza en silencio, solo interrumpido por el roce de las herramientas. En una mesa, una artesana concentra la vista en un tablero negro. Con la punta de un buril incrusta fragmentos de cáscara de huevo, ajustándolos hasta formar un motivo floral. Cada pieza, mínima, debe encajar a la perfección. El contraste entre el blanco del huevo y el negro profundo de la laca empieza a insinuar una figura que tardará semanas en revelarse.

Unos pasos más allá, otra mujer sujeta con firmeza un trozo de nácar contra una pequeña prensa y lo corta con una sierra fina. Los fragmentos que caen sobre la mesa parecen insignificantes, pero acabarán convertidos en hojas, aves o figuras humanas incrustadas en la superficie de cofres y biombos.

Sobre la mesa común, un plato acumula cáscaras de huevo tostadas. No es desperdicio: se aprovecha cada fragmento. El calor previo fortalece la cáscara y le da matices de color, que más tarde se usarán para generar contrastes de blanco, marrón y dorado en los mosaicos. La sencillez del material —cáscara de un huevo corriente— se transforma en lujo cuando se adhiere, capa tras capa, sobre la laca.

En otra esquina del taller, un joven inclina el cuerpo sobre una tabla blanca. Con pincel fino traza ramas de bambú. La pintura requiere precisión y paciencia: no se corrige, no se repite. Cada trazo quedará atrapado bajo sucesivas capas de resina, protegido como si fuera memoria encapsulada.

La escena, en conjunto, revela la esencia del lacado vietnamita: un arte que combina materiales humildes —huevo, carbón, nácar, resina— con un proceso laborioso y largo, donde la paciencia es la verdadera herramienta. En cada mesa hay un fragmento de país: la pesca del delta, el arroz en la llanura, el bambú que crece junto a las aldeas. Todo se traduce en superficie brillante, pulida, que nunca termina de envejecer.



Hanoi - Museo Etnográfico (Exterior)


Tras recorrer las salas interiores del Museo Etnográfico, tenemos a nuestra disposición el patio-jardín. Y aunque sigue lloviendo, resulta una visita ineludible. Allí se encuentran las casas tradicionales de diferentes etnias, traídas pieza a pieza y reconstruidas a escala real. No se observan desde la distancia: se caminan, se suben, se atraviesan.


La más imponente, sin duda, es la casa comunal de la etnia Gia Rai. Se alza con un techo altísimo, en forma de triángulo desmesurado. La escalera de troncos tallados conduce al espacio ceremonial; era el lugar de asambleas y rituales comunitarios, una muestra de poder compartido bajo un mismo techo.


 


Unos metros más allá está la “casa larga” de los Ê Đê, procedente de Dak Lak. No impresiona por la altura, sino por la longitud: un pasillo de madera que parece no acabar nunca. Era la vivienda de familias amplias, diseñada para crecer: cuando una hija se casaba, se añadía un nuevo tramo. Su arquitectura materializa la vida matrilineal Ê Đê. En la entrada, la gran escalera de madera presenta senos femeninos en relieve, símbolo visible de fertilidad y del papel central de la mujer en la organización social de esta comunidad.


 

En otra zona del recorrido se encuentra la tumba de los Gia Rai, originaria de la región de Tây Nguyên. Es una estructura tipo casa funeraria. El recinto presenta esculturas de madera talladas con hachas, cinceles y cuchillos: figuras humanas —algunas sexualmente explícitas, otras representando mujeres embarazadas, niños, animales o guardianes— que simbolizan la fertilidad, el nacimiento y la vida después de la muerte. Este tipo de tallas formaba parte del rito funerario: los objetos cotidianos rotos, platos, herramientas y modelos de utensilios se colocaban dentro de la tumba para acompañar al difunto en el más allá.
 



En la “casa larga” de los Ê Đê (Ede Longhouse) existen realmente dos escaleras en la entrada: una decorada con motivos femeninos —una luna nueva y dos senos tallados— conocida como la “escalera femenina”, y otra más simple, destinada tradicionalmente a los hombres. Las fuentes consultadas señalan que la “escalera femenina” se empleaba exclusivamente por las mujeres de la familia y por las invitadas, mientras que la masculina era usada por los hombres. Incluso había sanciones para quien rompiera la norma: dinero, un cerdo o un pollo ofrecidos al espíritu de la escalera.

(Un solo día en Hanói, y ya debía un pollo a un espíritu).

Hanoi - Museo Etnográfico (Interior)



El Museo de Etnología de Hanói, inaugurado en 1997 y construido con la forma monumental de un tambor de bronce —símbolo ancestral vietnamita—, es un inventario vivo de la diversidad nacional. En su interior, se agrupan objetos cotidianos, piezas rituales y fragmentos de memoria que nos ayudan a comprender cómo los 54 grupos étnicos del país han tejido su historia en paralelo a la de la nación.

En el hall de entrada, una especie de mástil festivo —inspirado en sinos rurales, combinando estandarte y símbolo ritual— da la bienvenida con su forma vertical y colorística, evocando el sentido comunitario al que invita el recorrido.


En otra sala, destaca una figura inolvidable: una bicicleta cargada con nasas de pesca. No es un simple adorno; recuerda la vida del delta, donde hasta el transporte más cotidiano se transforma en herramienta de subsistencia… y equilibrio. Más adelante aparece un objeto curioso, casi pedagógico: un calendario hecho de listoncitos de madera, útil para marcar los ciclos agrícolas y rituales sin recurrir al papel ni a la escritura formal.

En el recorrido, sobresalen piezas que muchas veces se dan por sentadas en la vida rural: el sombrero cónico —emblema visible de Vietnam, útil ante el sol y la lluvia— y la hoz de filo corto para segar arroz: un instrumento que revela cómo el cultivo del arroz ha sostenido no solo la economía, sino también la vida comunitaria.


Otro espacio evoca la intimidad doméstica: la estructura del altar familiar en una casa tradicional, con ofrendas y objetos sencillos que recuerdan que en Vietnam la vida diaria está profundamente vinculada al culto a los ancestros. No es una pieza de museo muerta, sino una costumbre aún viva, presente en miles de hogares.

Pagoda y templo de Trấn Quốc


Cruzando el puente hacia la Pagoda Trấn Quốc bajo la lluvia de agosto, el aire frío del autobús queda atrás y la humedad golpea al instante. Las gafas y la cámara se empañan enseguida: primer contacto real con Hanói, Vietnam, en plena temporada de lluvias, con el cielo bajo y cerrado. Llevaba tiempo sin poder usar mi cámara y todavía se siente como un objeto extraño en las manos; una sensación desconcertante, inusual, que añade cierta torpeza a este comienzo. Pero… ¿qué sería de los comienzos sin torpezas?

Linternas de piedra recorren el perímetro del recinto. El muro exterior destaca por su amarillo intenso, apenas interrumpido por franjas blancas de contraste. Ese color, históricamente ligado a la realeza y a la estabilidad en Vietnam, transmite la firmeza de un templo fundado en el siglo VI junto al río Rojo y trasladado en 1615 al lago del Oeste para protegerlo de las crecidas; aún hoy, es el más antiguo de Hanói.


La isla-templo está casi vacía. Tras unos pasos, rodeada por pequeñas pagodas macizas, se alza la torre hexagonal de ladrillo rojo de la pagoda principal, once pisos de altura. En cada nivel, y en cada fachada, estatuas de Amitabha Buda —sesenta y seis en total— se asoman desde nichos en arco. La torre culmina en un loto de nueve pisos tallado en piedras preciosas, símbolo de elevación espiritual. El loto se repite también en los adornos de la base, evocando la pureza que surge de lo turbio, un recordatorio constante de la tradición budista. Al pie de la torre, sobre un altar exterior, se ven racimos de plátanos amarillos, cajas metálicas rojas de galletas y un par de latas de Pepsi, ofrendas habituales que añaden un toque de color sin alterar la serenidad del conjunto.



El patio del templo aparece enmarcado por grandes bonsáis… y despejado de visitantes. El aire se impregna con los aromas que ascienden desde los incensarios de bronce. Sobre ellos ondean las banderas budistas, con franjas verticales en azul, amarillo, rojo, blanco y naranja: los cinco colores del resplandor del Buda en el momento de su iluminación, convertidos hoy en símbolo de unidad de todas las tradiciones budistas.


En el interior, entre estatuas doradas y el humo persistente del incienso, se repite la disposición de ofrendas sobre mesas bajas. Varias mujeres, cuidadoras del templo, se inclinan sobre grandes libros de oraciones. No es una escena preparada, sino la rutina diaria de cánticos que mantiene vivo al lugar, enlazando su pasado con el presente.


Y en el exterior, aunque parezca mentira, persiste otra vida: el zumbido de motos, los sonidos caóticos y los vendedores que nunca desaparecen.


... y primeros postureos de mis princesas vietnamitas.