domingo, 30 de noviembre de 2025

Rach Ba Nam




El acceso a Rạch Ba Nam me sorprendió por su franqueza material. No había pasarelas turísticas; solo tablones, ramas y un embarcadero que parecía pactar a diario con la gravedad. La canoa que nos esperaba —madera envejecida, pintura cuarteada y un volante inútil coronando una estructura que nadie usa— condensaba a la perfección la realidad del delta: soluciones prácticas, remiendos constantes y una economía que funciona más por ingenio colectivo que por inversión pública. Un recordatorio nítido de cómo la desigualdad territorial en Vietnam se nota más en la infraestructura que en los discursos.

Al internarnos por los canales, el agua arcillosa avanzaba lenta, espesa, arrastrando la huella de los campos río arriba. La mujer que manejaba el remo marcaba el ritmo sin hablar; acostumbrada a transportar familias locales antes de transportar turistas, mantenía una dignidad tranquila, como quien sabe que su oficio es anterior a cualquier capricho del turismo. La escena tenía una cadencia que exigía observación. Mujeres mayores que reman con energía contenida. Se percibía un microcosmos económico sostenido por manos anónimas, muchas de ellas femeninas, que son las que en lugares como este han defendido la continuidad cultural.

Los canales se estrechaban por momentos. Las canoas se cruzaban a centímetros, obligando a coordinar silenciosamente cada movimiento. Este tipo de tránsito acuático genera un tipo de convivencia particular: obligatoria, cotidiana, y políticamente reveladora. Aquí nadie puede aislarse. La vida se negocia en espacios reducidos, bajo una vegetación que crece sin pedir permiso, y bajo un modelo económico que no siempre protege a quien vive del agua.

En un recodo, la guía detuvo un instante la embarcación. El murmullo vegetal se mezclaba con el golpeteo suave del remo contra la madera húmeda. Entendí que este paseo no era un simple recorrido: era una coreografía colectiva que el delta ejecuta cada día.





















Điểm tham quan Năm Ớn



Điểm tham quan Năm Ớn es un pequeño claro junto al canal donde todo parece construirse con la misma lógica paciente del delta: madera ligera, techos de hoja y una economía doméstica que no oculta sus cicatrices. 
La parada quedó resumida como un espectáculo humilde de canción y música, aunque el adjetivo “humilde” aquí no es concesión: es la forma de vida de un territorio atrapado entre el empuje turístico y las tensiones de una Vietnam que avanza con contradicciones. 
El espectáculo empezó sin que nadie lo anunciara. Un đàn tranh apoyado sobre las rodillas y una voz femenina que, más que cantar, acariciaba sílabas antiguas. No buscaban aplausos; parecía que la música se tocaba para mantener a flote algo íntimo, casi comunitario. 

El espectáculo avanzó con una naturalidad que solo puede darse lejos de los grandes teatros. No había una gran coreografía, ni efectos, ni intención escénica. Lo único que importaba era la continuidad: una canción que hablaba del río cuando sube; otra que recuperaba versos prohibidos décadas atrás.

No puedo dejar de pensar en cómo estos pequeños actos culturales sostienen una identidad que ninguna macroinfraestructura puede reemplazar. Năm Ớn no es un gran destino; es una pieza del mosaico del delta, vulnerable a las sequías, al turismo masivo y a decisiones políticas tomadas demasiado lejos de aquí. Precisamente por eso este tipo de recitales —tan despojados— funcionan como testimonio: no solo entretienen, también preservan.













El Mekong




El Mekong no es un río: es una respiración. Desde la borda, el agua parece avanzar con la lentitud de quien no tiene prisa, como si llevara siglos repitiendo el mismo trayecto. Durante la travesía, el aire se volvió denso, mezcla de humedad, fruta madura y gasóleo viejo. Entrar en sus canales fue como cruzar a otro mundo: la línea del horizonte desapareció y, de pronto, el agua se abrió en decenas de brazos que serpentean entre aldeas flotantes, redes tendidas, casas de madera suspendidas sobre pilotes y niños que saludan desde embarcaciones imposibles.




No hay silencio, pero tampoco ruido: solo el murmullo constante del agua golpeando las quillas, los motores de fondo, las voces que se mezclan con el zumbido de los insectos. Todo es cercano, vital, funcional. No hay turismo aquí, solo rutina sobre agua.

En el delta, el Mekong ya no es un cauce: es una red donde la gente vive, trabaja y sobrevive. Y uno entiende —sin necesidad de que nadie lo explique— que este río no separa, sino que une. Que más allá de su geografía hay una lección política y humana: la de convivir con lo inestable, de aceptar que el movimiento continuo también es una forma de estabilidad.








domingo, 12 de octubre de 2025

Cu Chi 3/3: la ausencia visible



En un momento del recorrido, la guía nos llevó a una zona del bosque que parecía no tener nada especial. Solo hojas secas, raíces y un terreno ligeramente irregular. Sonrió con discreción, apartó unas ramas y levantó una pequeña trampilla de madera camuflada bajo la tierra. Debajo, un hueco estrecho: uno de los escondites originales del Viet Cong, diseñado para cerrarse sobre sí mismo y desaparecer.

Nos explicó que estos agujeros no eran simples refugios, sino puntos de ataque. Desde allí, los combatientes emergían de improviso, disparaban, y en cuestión de segundos volvían a desaparecer, tragados por la selva. La idea resultaba tan ingeniosa como inquietante: el enemigo podía estar justo bajo tus pies, invisible.

Entonces ...invitó a probar. Hay algo ambiguo en ese gesto, entre la curiosidad y el respeto. Una amiga del grupo, Arantxa, aceptó. Dejó su mochila en el suelo, se agachó y, con cierta incredulidad general (corrijo: con mucha incredulidad general), consiguió introducirse por completo. En un instante desapareció. La guía cubrió la trampilla con hojas y el bosque recuperó su aspecto original.

Durante unos segundos no se oyó nada. Nadie se movió. Ese silencio —esa «ausencia visible»— pesó más que cualquier explicación histórica. Era la guerra reducida a un acto físico.

Cuando la guía retiró las hojas, Arantxa emergió sonriente, aliviada, con la cara enrojecida y el gesto de quien ha entendido algo sin necesidad de palabras. 
Cu Chi no necesitaba añadir nada más. 
Nada más.





















Cu Chi 2/3: dentro de los túneles




Tras el estruendo del campo de tiro, el silencio no llega nunca del todo. Aunque avanzamos hacia la zona de los túneles, las detonaciones siguen resonando a lo lejos, como si formaran parte del decorado. En Cu Chi, hasta el sonido de la guerra se ha convertido en ambiente.

El aire es espeso, saturado de humedad. El suelo, arcilloso y todavía blando por la lluvia de la mañana, se hunde un poco a cada paso. La guía nos explica que lo que hoy se visita es apenas una mínima parte del entramado original. Los túneles auténticos, excavados a mano, eran mucho más estrechos, profundos y asfixiantes. Bajo nuestros pies existió un mundo entero: cocinas, hospitales, arsenales y salas de mando comunicadas por trampillas y pasadizos que apenas permitían reptar.

Entramos por un tramo acondicionado, ensanchado para el turismo, incluso con algunos puntos de tenue luz y un suelo nivelado. Aun así, la sensación es inmediata: el cuerpo se encoge, la respiración se acelera, el aire se vuelve denso y caliente. Avanzar unos pocos metros basta para comprender la magnitud de aquel esfuerzo. No hay romanticismo posible aquí: solo supervivencia.

A mitad del recorrido, hay un intervalo sin luces. Oscuridad total. Solo se oye la respiración del grupo, cercana, incierta, inquieta. Es un silencio breve, pero suficiente para que uno entienda sin palabras lo que significó vivir escondido bajo tierra. No fue heroísmo, fue necesidad.

Salir a la superficie produce una mezcla de alivio y desconcierto. La luz parece demasiado brillante, el aire, demasiado libre. Y sin embargo, las ráfagas vuelven a escucharse, rítmicas, desde el bosque. Allá arriba, los turistas siguen disparando. Abajo, el túnel guarda su verdad.


















Cu Chi 1/3: la guerra sigue respirando



Por la mañana habíamos visitado el Museo de los Restos de la Guerra, la Oficina Central de Correos y el Palacio de la Reunificación. Tres lugares que concentran, cada uno a su manera, la memoria política y emocional de Vietnam. Después de ese recorrido por la ciudad, llegamos a Cu Chi ya por la tarde, cuando la humedad era más pesada y el cielo permanecía cubierto, todavía marcado por la lluvia de la mañana.

El aire olía a tierra mojada, a óxido y a vegetación que fermenta lentamente. A lo lejos, entre los árboles, un cartel anunciaba el inicio del recorrido por los túneles del Viet Cong. Allí, bajo ese mismo suelo, se excavaron más de doscientos kilómetros de pasadizos que sirvieron de refugio, hospital, puesto de mando y almacén. El ingenio y la resistencia se convirtieron literalmente en una forma de vida subterránea.

El conjunto está dispuesto como un museo al aire libre: trampas reconstruidas, maniquíes uniformados, restos de tanques y explosivos. Todo parece diseñado para la pedagogía, hasta que uno se topa con el rincón más inquietante del campamento: el campo de tiro. Por unos pocos billetes, cualquiera puede disparar un AK-47. Allí el tono cambia. Las ráfagas se escuchan a intervalos, cortando el aire como un eco absurdo del pasado. Los que más disfrutan la experiencia no parecen interesados en la historia. Son racimos de hombres —turistas excitados, cargados de testosterona—; un grupo particularmente nefasto, que minutos antes lanzaba miradas torpes y persistentes a mi hija y a otras mujeres del recorrido. Ahora, entre risas, posan para las cámaras, compitiendo por agotar la munición, como si la guerra fuese un juego y la memoria, un decorado.

Es imposible no sentir contradicción. El mismo lugar que debería invitar a reflexionar sobre la brutalidad de la guerra se convierte en un parque temático de la violencia. Se paga por disparar el arma que simbolizó una tragedia colectiva. El ruido de los tiros borra, durante unos segundos, el silencio de los túneles donde miles se escondieron para sobrevivir.

Cu Chi deja un sabor complejo: una mezcla de fascinación y desasosiego. Bajo tierra, los pasadizos cuentan una historia de ingenio, resistencia y miedo. En la superficie, los hombres siguen buscando una guerra que ya no existe.