Unos pasos más allá, otra mujer sujeta con firmeza un trozo de nácar contra una pequeña prensa y lo corta con una sierra fina. Los fragmentos que caen sobre la mesa parecen insignificantes, pero acabarán convertidos en hojas, aves o figuras humanas incrustadas en la superficie de cofres y biombos.
Sobre la mesa común, un plato acumula cáscaras de huevo tostadas. No es desperdicio: se aprovecha cada fragmento. El calor previo fortalece la cáscara y le da matices de color, que más tarde se usarán para generar contrastes de blanco, marrón y dorado en los mosaicos. La sencillez del material —cáscara de un huevo corriente— se transforma en lujo cuando se adhiere, capa tras capa, sobre la laca.
En otra esquina del taller, un joven inclina el cuerpo sobre una tabla blanca. Con pincel fino traza ramas de bambú. La pintura requiere precisión y paciencia: no se corrige, no se repite. Cada trazo quedará atrapado bajo sucesivas capas de resina, protegido como si fuera memoria encapsulada.
La escena, en conjunto, revela la esencia del lacado vietnamita: un arte que combina materiales humildes —huevo, carbón, nácar, resina— con un proceso laborioso y largo, donde la paciencia es la verdadera herramienta. En cada mesa hay un fragmento de país: la pesca del delta, el arroz en la llanura, el bambú que crece junto a las aldeas. Todo se traduce en superficie brillante, pulida, que nunca termina de envejecer.
