Me llamó la atención la ausencia total de artificio. Las mesas metálicas estaban limpias, las herramientas gastadas por uso continuo y nadie hacía el gesto de vender una imagen pintoresca. La familia trabajaba con una naturalidad que desmonta cualquier idea de “taller para turistas”. Si la producción ha sobrevivido a los giros comerciales del delta no es por marketing, sino por haber preservado un método fiable, casi austero.
En una estantería lateral se exhiben botellas de vino de arroz infusionado con serpiente. No estaban expuestas como atracción ...pero por su exotismo no pueden evitar convertirse en ello; además de ser una línea de negocio añadida que complementa el ingreso familiar. Los viajeros se encuentran divididos entre el escepticismo (“esto lo hacen para turistas”) y la curiosidad (“si escoges bien la botella, sorprende el sabor”). Lo que más se repetía allí era la duda sobre su salubridad, pero aquí nadie hacía grandes declaraciones. Pregunté por el proceso y un trabajador, sin detener su trabajo con el dulce, comentó que la clave era “dejar reposar, no corregir demasiado”. Esa frase me pareció una síntesis perfecta del lugar: técnica, constancia y cero dramatismo.
Se diría que este licor forma parte del ecosistema comercial del Mekong, más por tradición y demanda que por voluntad de espectáculo. El taller lo incorpora sin alterar su identidad principal: la producción del cốm kẹo sigue siendo el centro de gravedad. El dulce mantiene la textura y la regularidad que se pierde en entornos más industrializados, y el vino de serpiente convive allí sin robar demasiado el protagonismo. Es un fragmento honesto del día a día del delta, donde oficios pequeños y economías paralelas se entrelazan sin necesidad de justificarse.
















