El ocaso es una hiperbólica promesa falible de renovación automática. Intrascendentemente falible porque, al fin y al cabo, terminará incumplida - como otras muchas. Aunque, afortunadamente, no importará.
Por eso, y aunque solo sea por genuino pragmatismo, parece más prudente anticipar la venganza del ineludible amanecer, que festejar la efímera y fatua victoria sobre un pobre día, de todos modos, vencido.
O no: antes hedonista que nihilista, como diría Doña Isabelita.